Hoy me dije dos cosas muy seguido:
1. No vuelvo a mentirle a mi conciencia.
2. No quiero vivir con mis yo equívocos.
Y así fue como apresurada y de
mal genio emprendí mi efímero viaje a la capital, con toda la disposición del
mundo, y lo que parecía correcto en ese momento, decidí encogerme, dejarme
arrastrar por el viento. Llegué, hacía frío y el cuarto piso de ese edificio
tenía mi nombre pintado en las ventanas. En el rellano las colillas de los
cigarros me inducían nuevamente a profanar mi templo. De pronto, con entusiasmo
exploraba lo prohibido, navegaba libre sobre calmas aguas y súbitamente me
encontraba en su ombligo, mi cueva y
consejero. Estaba revestido de maleza y suelo fértil, sabía que ahí podía fácilmente
conectarme con la madre tierra.
Convivir era lo que menos sé hacer, pero el anfitrión de mis
pesares me recordaba constantemente que, para vivir hay que llegar a las zonas
donde el cielo vale más que la tierra.
El destino, una prisión urbana donde todos caminan con prisa
mirando solo adelante, sin suerte de capturar su izquierda magnifica, donde un
civilizado aventurero opinaba sobre la magia de febrero; Y del dulce, y a la
vez ensordecedor ruido de las madrugadas.
Para mí era un eterno retorno, era como la materia desfibrándose,
lento pero perfecto, como si nada fuera imposible, como si todo fuera grato.
Valeria León.